Por Horacio González
Sonidos de disparos al borde de las vías. Salen del socavón profundo de la política nacional. Pueden trastocar el curso de las cosas. Los hechos que llevaron a la muerte de Marcelo Ferreyra, militante del Partido Obrero, ocurrieron cerca del lugar donde asesinaron a Kosteki y Santillán. Muchos lo recordaron así, enlazando dos hechos no tan diferentes. Hay que agregar que en esa misma zona fue fusilado Julio Troxler en 1974. Eslabones diversos de una cadena que serpentea en las cuencas sombrías de la historia reciente. Pero, en este caso, no actuaron aparatos clandestinos del Estado ni fuerzas remanentes de represión, sino infames pandillas armadas en el interior de cenáculos políticos sindicales. No debe costar esfuerzo identificarlas –rápidamente– en cuanto a las responsabilidades directas y genéricas. Las ortodoxias duelísticas de las hinchadas de fútbol, tema recurrente del drama nacional, tampoco son ajenas a este oscuro despunte asesino. Y las policías. Estas nunca terminan de suprimir la corriente interna de pasividad, si no de simpatía, con que miran al gangsterismo calificado que opera como protección mafiosa de toda clase de entidades decadentes.
Se había sustraído a esas mismas fuerzas policiales represivas del conflicto social. Pero esto ya es menos de lo que se precisa. No es suficiente una actitud autocontenida. Bienvenida la sistemática prudencia. Pero no alcanza. No llega al fondo del problema quien suponga que la violencia de grupos privados, actuantes en oscuras cavidades sindicales, son costumbrismos que pueden calladamente mantenerse bajo control. Hay escalones que la política argentina conoce muy bien: primero el patoterismo especializado, luego la portación de armas, después la decisión misma de apretar el gatillo. Son estadios crecientes de una barbarie social que pueden o no recorrerse en su totalidad. Sobre ellos supo ensayarse una turbia tolerancia. Pero ahora esos peldaños pudieron transitarse como una serie finalmente consumada.
Este asesinato del joven militante es pues una cuestión de Estado. Exige conductas consonantes con la gravedad que esto implica. Un manto aciago vuelve a formarse sobre los estamentos y estructuras institucionales del país. No se había disipado enteramente. Es incompatible con cualquiera de los nombres, derivados y profundizaciones que querramos para la democracia. Es urgente remontar el camino que nos ha llevado al desmantelamiento del ferrocarril, crimen cultural ostensible. Pero es doloroso comprobar que si una muerte ilumina nuevamente esa grave falla de las políticas públicas, asalta nuestra conciencia la idea de que ninguna muerte debería ser necesaria para darnos cuenta de lo que abundantemente se sabe. ¿Qué se espera? ¿Qué esperamos para torcer estos infaustos destinos?
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